La visita al Cañon del Colorado, es una escala obligada para todo aquel que ame los grandes escenarios. Sin embargo, en Colombia contamos con otro cañon menos majestuoso, pero más colorado.
Sitios como este, donde se encañonan las aguas y pasan exhibiendo escandalosas gamas de colores, son comunes a lo largo del Caño Cristales.
Aquí prevalece la sensación de una alucinación. No nos sentimos insignificantes como ocurre en el Cañon del Colorado, nos sentimos en un sueño.
No es en vano que en diversos concursos de fotografía haya sido declarado el lugar mas hermoso del mundo
“ Aquí hay espacio para un gran acto personal” Este verso del poeta Walt Whitman, quizás, es el que mas se aproxima a la impresión que causa el Caño Cristales. Desde el comienzo, en el viaje en avioneta, entramos en contacto con esta sensación:
La avioneta aterriza en la Macarena, población situada en la Sierra homónima. En su gente uno inmediatamente advierte el sello de los que han sido marcados por gran un escenario, como el que se deriva de vivir en constante contacto con el desierto o el mar. En un costado confina con el río Guayabero y su perímetro restante con la selva. El río Guayabero es parte de la ruta fluvial del Orinoco.
A modo de abrebocas, es corriente que el guía conduzca al turista a la Ciudad de Piedra. Después de un corto viaje en lancha se llega a un sendero que conduce a esta ciudad labrada por los elementos. En el trayecto hay auténticos oasis de una variedad de palmeras llamadas “morichales”, que crecen espontáneamente en el nacimiento de los manantiales y cuyas hojas se utilizan en la fabricación del entechado de las viviendas. A su sombra se amañan los venados, anuncian textualmente los guías y es corriente que aniden bulliciosas comunidades de loritos. Finalmente, sobre una meseta, surge la “Ciudad de Piedra”, se trata de una agrupación de piedras, algunas monumentales, caprichosamente labradas por el agua y el viento; entre ellas descuella una con apariencia inconfundible de camello:
Lucen como fichas principales de un gigantesco ajedrez abandonado por Dios y en el que los peones están constituidos por una mayoría gregaria y pequeña, pero de talla superior a la humana.
Emprendido el regreso por un atajo, se recibe un anticipo de lo que será el “Caño Cristales”
Una vez en el lugar de partida, la desembocadura del Raudales en el Río Guayabero, se regresa a la embarcación, la cual, después de un breve recorrido agitado, es arrastrada por la corriente a una velocidad de sueño. (la misma velocidad que proporcionan los globos, los carruseles y los trenes antiguos). Mientras la embarcación es arrastrada, desfilan en las orillas, poblaciones letárgicas de tortugas calentándose al sol y escandalosas bandadas de loras y guacamayas que con sus plumajes parecen banderas libres. Finalmente se hace un alto en una vivienda campesina para disfrutar, ese otro goce de la geografía: las comidas típicas. Y de ahí se parte al Caño Cristales.
Al cabo una caminata de una hora, llegamos a la meta. Surge, entonces el “Río de los siete colores”, como una bandera de las aguas. El rojo, multitudinario, producto de la proliferación de un vegetal que se ha convenido en llamar “alga”, tiene desde la ribera un tono urgente y escarlata, y brota como la sangre del que se inmola por un ideal:
El amarillo, resultado de la pulverización de una piedra que se acumula en los puntos declives, convoca con su resplandor el aura de un baúl lleno de monedas de oro hundido en el fondo; en las partes donde el lecho carece de irregularidades y la corriente circula apaciblemente reviste las piedras semejante al polvo acumulado de un siglo de oro:
El azul lo prodiga el cielo reflejándose en su superficie.
El negro la noche.
El blanco, durante el día, lo aportan las piedras desnudas y, en la noche, el reflejo de la luna.
El verde es un manto vegetal que acompaña, discretamente, otros colores o se apodera de prolongados trayectos, en especial aquellos en los que el agua discurre sosegada:
Sentado a la orilla de uno de estos parajes se tiene la sensación de estar en un estanque de aguas budista:
La séptima presentación se la reserva el caño como la más importante, el río se despoja de todos sus velos de hermosos colores y, como una mujer, nos ofrece lo más preciado, su desnudez de aguas incoloras:
El lecho del río no es de lodo ni de arena sino de piedra (¿lava?) que forma caprichosas formas, como este que tiene cuerpo de guitarra:
Tambien se encuentran jacuzzis naturales:
A veces el rio desaparece de la superficie y luego, de un breve curso subterraneo reaparece, brotando por varios orificios:
Al bucear en sus aguas entramos en otro mundo: calladas galerías inundadas por una luz que parece filtrada a través de vidrios de botellas antiguas. En su interior, vienen a la memoria los colores que en las boticas se reflejan en las paredes luego de atravesar el misterioso contenido de sus frascos.
Es un sitio que no tiene nada semejante en el mundo y que, tal vez, para resaltar esta identidad, en algunos trayectos ondea con los tres colores de nuestra bandera:
Sin embargo necesita de nosotros. Como todos los rios require de la sombra de los arboles, pero tambien de otra sombra que no sea amenazante sino protectora, la del hombre. Por eso a esta ultima fotografia la he titulado “El guardian de las aguas” por que pertenece a alguien lo miraba con amor:
El rio se encuentra localizado en la Serrania de La Macarena, al suroccidente del departamento del Meta, en Colombia. Se accede por via aérea partiendo desde Villavicencio.